Lo
sugería el ex embajador Paco Vázquez hace unos días, de guasa. Aunque tiene
razón: debería ser obligatorio. Como a registrador de la propiedad, pero con
temario más amplio. Y quien no llegue, a tomar por saco. Búscate la vida,
chaval. O chavala. Recogiendo melones, fregando suelos o podando setos, como la
gente que no tiene más remedio; y que, sin embargo, a menudo está mejor
preparada. Ignoro si de ese modo iba a resolverse algo, pero introduciría algo
de justicia en el putiferio. Sentido común dentro del esperpento nacional.
Porque oigan: en España deben hacerse oposiciones para médico de la Seguridad
Social, arquitecto municipal, inspector de Hacienda, abogado del Estado,
fiscal, juez, o cualquier puesto público. Hasta un profesor de instituto o catedrático
de universidad deben hacerlas.
Quien pretenda
currar en los sectores de la sociedad dedicados a la función pública, debe
enfrentarse a unas oposiciones que a veces son de una dureza terrible, en
situaciones de extrema competencia y con años de estudio, preparándose. Y sin
embargo, el aspecto más decisivo en nuestras vidas, la actividad política que
determina el presente y condiciona el futuro, puede caer en manos de
cualquiera. A veces, quizás, de individuos excepcionalmente preparados; pero
también, y eso ya resulta menos excepcional, de cualquier analfabestia
incompetente, varón o hembra, incapaz de articular sujeto, verbo y predicado,
cuyo único mérito, o aval, es compartir ideología o intereses -a menudo una y
otros van íntimamente relacionados- con un partido político concreto.
Porque echen cuentas, señoras y
caballeros. No todos los médicos
que salen de la facultad superan las pruebas de residente, ni todos los
abogados las de juez, por ejemplo; si para conducir un coche hace falta superar
un examen teórico, otro práctico y tests psicotécnicos; si tenemos la
constancia experimental de que no todos valemos para todo, ni siquiera cuando
se trata de gente preparada y con estudios, calculen, entonces, el control de
calidad, las Iteuves posteriores y la psicotecnia que pasaría buena parte de
las decenas de miles de políticos españoles en activo o en pasivo, algunos de
los cuales -conozco a un concejal de cultura en esa situación exacta- no tienen
ni acabado el bachillerato. Consideren los que habrían llegado ahí, donde
están, medran y trincan, de exigírseles estudios, preparación, controles éticos
y formación adecuada. De aplicárseles de un modo práctico, objetivo, antes de
ocupar puestos de tanta importancia, tan bien pagados y con tantos privilegios,
la idea de los antiguos filósofos griegos de que toda comunidad pública debe
ser gobernada por los mejores. Y de establecerse si lo son. O si no lo son.
Eso, naturalmente, incluye a
algunos de nuestros sindicalistas, ornatos del telediario. Cuando oigo expresarse a los más conspicuos, o los
veo pasear la pancarta queriendo ponerse al frente de ciudadanos honrados que
no sé cómo los toleran, con sus antecedentes, pienso que todo aspirante a líder
sindical debería probar antes su conocimiento histórico de la lucha de clases y
su capacidad oratoria para convencer al trabajador de que es necesario dedicar
parte del sueldo -y no de subvenciones estatales embolsadas por la cara- a
mantener una institución sindical imprescindible para la sociedad, cuyo único
fin es defenderlo de las agresiones de empresarios y políticos. Y si, por
reparto de pastel, ese mismo sindicalista puede acabar en el consejo de
administración de una caja de ahorros -que tiene pelotas la cosa-, tampoco
estaría de más que se le examinara antes de las cuatro reglas: sumar, restar,
multiplicar y dividir. Como mínimo.
Así que, oigan. Puestos a suponer gente pública
idónea, España decente, mundos felices donde comer perdices, permítanme
imaginar una actividad política regida por el sentido común. O sea:
militantes de partidos colaborando, faltaría más, en cuanto haga falta. Según
su ideología, interés y conciencia; allá cada cual. Sin embargo, cualquiera que
aspirase a figurar en una lista elegible por los ciudadanos, tendría que hacer
antes unas oposiciones en las que se le examinase de cultura general como
trámite previo. Y luego, según las especializaciones a las que aspirase
-ministro de Trabajo, presidente de Gobierno y tonterías así-, de economía,
derecho, política internacional, historia de España y ética, por ejemplo; aunque
temo que aprobar ética muchos lo tendrían peliagudo. Y por supuesto, idiomas:
inglés, un poco de francés, alemán. A no pocos de ahora -muchos impresentables
de ambos sexos lo demuestran en cuanto abren la boca en el Parlamento- ni
siquiera se les exige hablar bien el castellano.
Arturo Pérez Reverte
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