No debemos
ser adanistas, es decir, comenzar una actividad cualquiera como si nadie la
hubiera ejercitado anteriormente. En realidad, la historia de la humanidad es,
con abundantes picos de sierra, la historia de la globalización, en la que los
hombres se van acercando unos a otros a través de su economía, su cultura, sus
costumbres, de la política incluso. Globalizaron los fenicios comerciando por
el Mediterráneo, o los venecianos, o los misioneros que llegaron a Japón.
La primera
globalización comenzó en la última parte del siglo XIX, coincidiendo con la
Comuna de París y acabó con la Gran Guerra en el año 1924. La segunda
globalización comenzó en la década de los cincuenta del siglo XX y ha tenido su
esplendor desde la caída del Muro de Berlín en 1989 hasta ahora.
La
globalización se instaló como un asunto económico aprovechando las nuevas tecnologías
digitales. Pero era mucho más que economía. La globalización que llegaba era un
proceso por el cual las políticas nacionales tenían cada vez menor importancia
y las políticas internacionales, aquéllas que se deciden más lejos de los
ciudadanos, cada vez más.
Los
ciudadanos dejaban de sentirse representados por quienes tomaban las decisiones
últimas, por quienes se reunían entre sí para marcar las tendencias, los
vericuetos por los que iba a discurrir la humanidad. Lo principal era que la
globalización distanciaba de la participación, anestesiaba lo público y lo
colectivo.
El caso más citado es el de los bancos centrales, que tienen un
fuerte grado de dependencia de los gobiernos. Si el poder de estas
instituciones “ademocráticas” sobre los súbditos de la globalización se vuelve
absoluto (sin control real), la institución se sitúa por encima de la ley y en
esa medida se diferencia y se separa de la sociedad civil, que somos todos.
Los
mercados votan cada día, obligan a los gobiernos a adoptar medidas ciertamente
impopulares, pero imprescindibles... Son los mercados los que tienen sentido de
Estado.
A continuación,
paso a transcribirles parte de un ensayo del austríaco Stefan Zweig contenido
en el libro “El mundo de ayer. Memorias de un europeo” donde describe con mucha
brillantez la globalización de los principios del siglo XX:
“Antes de 1914
la Tierra era de todos. Todo el mundo iba donde quería. No existían permisos ni
autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento
que antes de 1914 viajé a la India y a América sin pasaporte y que en realidad
jamás en mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de
los barcos sin preguntar ni ser preguntados, no tenían que rellenar ni uno del
centenar de papeles que exigen hoy en día.
No existían salvoconductos ni
visados ni ninguno de esos fastidios; las mismas fronteras que hoy aduaneros,
policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la
desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaban más que las
líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano
de Greenwich. Fue después de la guerra cuando el nacionalsocialismo comenzó a
trastornar el mundo y el primer fenómeno visible de esta epidemia fue la xenofobia:
el odio o, por lo menos, el temor al extraño.
En todas partes la gente se
defendía de los extranjeros, en todas partes los excluía. Todas las
humillaciones que se habían inventado solo para los criminales ahora se infringían
a todos los viajeros, antes y durante el viaje: tenían que hacerse retratar de
la derecha y la izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se
les vieran las orejas, dejar las huellas dactilares, primero las del pulgar,
luego las de todos los demás dedos....
....Además era necesario presentar certificados
de toda clase: de salud, vacunación y buena conducta, cartas de recomendación,
invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas,
rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias y con que faltara uno de ese
montón de papeles, uno estaba perdido”
POSDATA.- El contenido de este escrito es un resumen
elaborado por un servidor de los estudios y los razonamientos de los señores
Fernand Braudel, Joaquín Estefanía y George Soros.
La idea de la
canción “Irene” del disco “1978” surge de la experiencia vivida por el
cantautor Serrat en los recovecos de la ciudad de Nápoles. En un mundo
sensitivo de las ropas tendidas en los balcones, de las prendas amorosas, de
los aromas y sensaciones del entorno.
Irene
tiende sus trapos al sol,
prestando
misterios a la siesta
de bragas comprometedoras
y sábanas alcahuetas...
Irene
tiende el alma en el balcón
y el viento, indiscreto,
la explora,
resucitando formas
gorditas y habladoras...
Irene
columpiándose en los alambres.
Irene
convidándome a conocerla,
emplazándome...
No comprendo cómo
puede usted
pasar y no verla...
Irene
tiende sus trapos al sol
y algo en mí
se aroma y despereza,
jugando a las adivinanzas
y a los rompecabezas.
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