Son muchos los ejemplos de intelectuales que han interpretado el reconocimiento público que reciben por su obra literaria o ensayística como una forma de impunidad. Llegados a cierto punto de “consagración”, saben que digan lo que digan, por muy arbitrario o absurdo que resulte, nadie le va a mover la silla; resulta especialmente acusada entre aquellos que adquirieron visibilidad durante los primeros años de la democracia y siguen escribiendo hoy como lo hacían entonces.
Ellos apenas han cambiado (han cambiado mucho ideológicamente, pero no en la manera en la que intervienen en el debate público). El problema se agrava porque estos intelectuales consagrados, muchos de ellos consumidos por la vanidad de los personajes que han creado, aceptan muy mal la crítica. Cualquier desacuerdo lo entienden como un ataque personal, fruto de la envidia y el rencor.
La llegada de la crisis en 2008 sirvió para hacer más visible la decadencia de las “grandes firmas”. Sus temas favoritos suelen girar en torno al nacionalismo y el ser de España, verdaderas obsesiones patrias. No conectan con los problemas cotidianos de la crisis: los desahucios, la emigración de los jóvenes, la pobreza energética, los recortes sociales, la congelación a las ayudas a la dependencia, el paro de larga duración, las ayudas a los bancos, las políticas de austeridad..., nada de eso despierta su interés.
Los debates no deben ser monopolizados por expertos siempre. Todo el mundo tiene derecho a intervenir en la esfera pública, faltaría más. Pero se deben exigir unos mínimos, de manera que las intervenciones ante el público tengan más nivel que la conversación propia del casino decimonónico.
Alguien puede ser un grandísimo escritor de novelas y versos y, sin embargo, descolgarse en la prensa o en una tertulia con los argumentos más peregrinos sobre algún otro asunto. Hay una descarada derechización de tantos y tantos intelectuales que en su juventud defendieron consignas revolucionarias y anticapitalistas y hoy han recalado en un conservadurismo escéptico y refunfuñador.
Sobre el tipo de coherencia intelectual que demuestra que quien en los setenta era todavía revolucionario o partidario de la violencia en los ochenta se hizo socialdemócrata; en los noventa, liberal, y más recientemente, conservador.
El intelectual español, que suele ser un personaje soberbio, que marca las distancias, dejando claras la diferencia de posición de cada uno, y se da unos aires de importancia inexplicables, especialmente si escribe con regularidad en los medios. Salvo que se le pregunte por su obra o sus ideas, hablará con fastidio por considerar que su interlocutor no está a su altura; son los “figurones españoles”.
Uno de los aspectos más llamativos del debate público en España es la presencia protagonista de los literatos. Y no para hablar precisamente de literatura, sino de cuanto asunto se le ponga a tiro, ya sea político, económico, histórico o cultural. Que los escritores hablaran de literatura sería comprensible, lo que llama la atención sobre su ubicuidad en los medios es por su tendencia irrefrenable a esparcir opiniones sobre los temas más variados.
En un principio, alguien podría pensar que nada de malo hay en esta proliferación de escritores en los medios. Al contrario, los escritores, por su dominio del lenguaje, merecen tener un papel destacado en el debate público, por lo menos que llenen la prensa de buena prosa, parecen pensar muchos…
Un escritor que haya alcanzado la fama puede pasarse años publicando artículos de calidad ínfima sin que se resienta demasiado su reputación y sin que el periódico prescinda de su colaboración. Turno ahora para los periodistas: en España, muchos de los periodistas de mayor visibilidad tienen una vocación más literaria que analítica.
Su máxima aspiración es llegar a escribir noveladamente sobre la política, como se pone de manifiesto en los libros que publican, preñados de diálogos inventados y descripciones engañosamente precisas. A los autores parece importarles más la anécdota y el detalle que las ideas y la argumentación. Qué le importa al lector de donde haya sacado el autor la información, que los detalles sean una recreación literaria o que los diálogos sean inverificables, siempre y cuando el libro se lea bien y se venda por miles.
Puede tratarse de un juicio errado, pero en un país tan literario como el nuestro hay más periodistas que aspiran a escribir novelas que a escribir buena crónica política o ensayo periodístico. No resulta sorprendente que los escritores aprovechen el vacío que dejan periodistas y académicos para ganar protagonismo a través de su colaboración constante en los medios de comunicación.
Se trata de una tradición bien asentada en España, que se remonta probablemente a la Generación del 98, preocupados por la política en un acusado moralismo y con un cierto tono casticista.
En España sobran figurones y santones. El perfil del escritor que colabora con los medios enviando artículos de opinión en los que expresa puntos de vista políticos poco razonados, sin haberse informado suficientemente sobre el tema, debería haberse superado hace tiempo. Hay demasiadas voces haciendo ruido con posturas superficiales y cargadas de moralismo.
Por muy exitosa que sea la carrera literaria de un escritor, no estaría de más que en algún momento este se cuestionase si sus artículos políticos tienen algún valor añadido, si suponen una aportación significativa y valiosa a la esfera pública y si son de mayor calidad que los que podrían elaborar gentes más preparadas, aunque menos conocidas.
POSDATA.- Las opiniones declaradas en este escrito pertenecen al señor Sánchez-Cuenca, don Ignacio; un servidor también las hace suyas. Con el tema de la huida de casa, de la búsqueda de horizontes nuevos, de hacer camino por uno mismo, de acumular las experiencias concretas de la vida sin mirar atrás. Es lo que trata de comunicarnos Serrat con esta canción de 1974 del disco “Canción infantil” titulada “Soneto a mamá”
No es que no vuelva, porque me he olvidado
de tu olor a tomillo y a cocina.
De lejos, dicen que se ve más claro,
que no es igual quién anda y quién camina.
Y supe que el amor tiene ojos verdes,
que cuatro palos tiene la baraja,
que nunca vuelve aquello que se pierde
y la marea sube y luego baja.
Supe que lo sencillo no es lo necio,
que no hay que confundir valor y precio,
y un manjar puede ser cualquier bocado
si el horizonte es luz y el rumbo un beso,
No es que no vuelva porque me he olvidado....
es que perdí el camino de regreso,
Mamá...
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