Un fin de semana bien planificado puede dar mucho de si. En cuarenta y ocho horas pueden hacerse muchas cosas. Les propongo asitir esta tarde a la obra de teatro escrita por Adrian Ortega "El tonto es un sabio" obra que estrenó un extraordinario actor como era Quique Camoiras. Esta obra se representa por unos actores de Yecla a beneficio de Cáritas. El precio de la entrada es de 4 €.
Cáritas se ha ganado el respeto de todos ayudando y socorriendo a los más perjudicados por la crisis sin pedir nada a cambio. Otra actividad que pueden poner en práctica es la lectura. Les recomiendo un poco de historia de Arturo Pérez Reverte. En cómo la cuenta es donde radica su originalidad. El periodista y escritor italiano Indro Montaneli cuenta la historia de la República y el Imperio de Roma de forma muy similar a como nos cuenta Reverte la de España. Es una buena técnica para que el lector se introduzca en los entresijos de la historia y, sobre todo, saque conclusiones. Les dejo con uno de sus capítulos más truculentos magníficamente contado por el murciano Arturo Pérez Reverte. Que pasen un buen fin de semana.
Una historia de España
(LI)
El reinado
de Isabel II fue un continuo sobresalto: un putiferio de dinero sucio y ruido de
sables. Un disparate llevado a medias entre una reina casi analfabeta,
caprichosa y aficionada a los sementales de palacio, unos generales ambiciosos y
levantiscos, y unos políticos corruptos que, aunque a menudo se odiaban entre
sí, generales incluidos, podían ponerse de acuerdo durante opíparas comidas en
Lhardy para repartirse el negocio. Entre bomberos, decían, no vamos a pisarnos
la manguera.
Eso fue lo que más o menos ocurrió con un invento que aquellos
pájaros se montaron, tras mucha ida y venida, pronunciamientos militares y
revolucioncitas parciales (ninguna de verdad, con guillotina o Ekaterinburgo
para los golfos, como Dios manda), dos espadones llamados Narváez y O'Donnell,
con el acuerdo de un tercero llamado Espartero, para inventarse dos partidos,
liberal y moderado, que se fueran alternando en el poder; y así todos
disfrutaron, por turnos, más a gusto que un arbusto. Llegaba uno, despedía a los
funcionarios que había puesto el otro -cesantes, era la palabra- y ponía a sus
parientes, amigos y compadres.
Al siguiente turno llegaba el otro, despedía a
los de antes y volvían los suyos. Etcétera. Así, tan ricamente, con vaselina,
aquella pandilla de sinvergüenzas se fue repartiendo España durante cierto
tiempo, incluidos jefes de gobierno sobornados por banqueros extranjeros, y
farsas electorales con votos comprados y garrotazo al que no. De vez en cuando,
los que no mojaban suficiente, e incluso gente honrada, que -aunque menos-
siempre hubo, cantaban espadas o bastos con revueltas, pronunciamientos y cosas
así, que se zanjaban con represión, destierros al norte de África, Canarias o
Filipinas -todavía quedaban colonias-, cuerdas de presos y otros bonitos sucesos
(todo eso lo contaron muy bien Galdós, en sus Episodios
Nacionales, y Valle Inclán, en
su serie El ruedo
ibérico; así que si los
leen me ahorran entrar en detalles).
Mientras tanto, con aquello de que Europa
iba hacia el progreso y España, pintoresco apéndice de esa Europa, no podía
quedarse atrás, lo cierto es que la economía en general, por lo menos la de
quienes mandaban y trincaban, fue muy a mejor por esos años. La oligarquía
catalana se forró el riñón de oro con la industria textil; y en cuanto a
sublevaciones e incidentes, cuando había agitación social en Barcelona la
bombardeaban un poco y hasta luego, Lucas, para gran alivio de la alta burguesía
local -en ese momento, ser español era buen negocio-, que todavía no tenía
cuentas en Andorra y Liechtenstein y, claro, se ponía nerviosa con los sudorosos
obreros (Espartero disparó sobre la ciudad 1.000 bombas; pero Prim, que era
catalán, 5.000).
Por su parte, los vascos -entonces se llamaba aquello
Provincias Vascongadas-, salvo los conatos carlistas, estaban tranquilos; y como
aún no deliraba el imbécil de Sabino Arana con su murga de vascos buenos y
españoles malvados, y la industrialización, sobre todo metalúrgica, daba trabajo
y riqueza, a nadie se le ocurría hablar de independencia ni pegarles tiros en la
nuca a españolistas, guardias civiles y demás txakurras. Quiero decir,
resumiendo, que la burguesía y la oligarquía vasca y catalana, igual que las de
Murcia o de Cuenca, estaban integradas en la parte rentable de aquella España
que, aunque renqueante, iba hacia la modernidad.
Surgían ferrocarriles, minas y
bancos, la clase alta terrateniente, financiera y especuladora cortaba el
bacalao, la burguesía creciente daba el punto a las clases medias, y por debajo
de todo -ése era el punto negro de la cosa-, las masas obreras y campesinas
analfabetas, explotadas y manipuladas por los patronos y los caciques locales,
iban quedándose fuera de toda aquella desigual fiesta nacional, descolgadas del
futuro, entregando para guerras coloniales a los hijos que necesitaban para arar
el campo o llevar un pobre sueldo a casa.
Eso generaba una intensa mala leche
que, frenada por la represión policial y los jueces corruptos, era aprovechada
por los políticos para hacer demagogia y jugar sus cochinas cartas sin
importarles que se acumularan asuntos no resueltos, injusticias y negros
nubarrones. Como ejemplo de elocuencia frívola y casi criminal, valga esta cita
de aquel periodista y ministro de Gobernación que se llamó Luis González Bravo,
notorio chaquetero político, represor de libertades, enterrador de la monarquía
y carlista in artículo mortis: «La lucha pequeña y
de policía me fastidia. Venga algo gordo que haga latir la bilis. Entonces
tiraremos resueltamente del puñal y nos agarraremos de cerca y a
muerte». Eso lo dijo en un
discurso, sin despeinarse. Tal cual. El muy cabrón
irresponsable.
Arturo Pérez Reverte.
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