Comienzo
afirmando con rotundidad que para conseguir una Tercera República, todas aquellas personas que estén interesadas en ello deberán conocer de
primera mano la Historia de España en los últimos 200 años para poder comprender
el tiempo presente y poder proyectar un
futuro mejor.
Seguiré el
análisis con algo parecido a una definición que escribe Julio Anguita (que de
este tema creo que entiende mucho) sobre la proclamación de la III República: “
La proclamación de la III República se tiene que conseguir mediante el acuerdo
explícito de la ciudadanía y tras un proceso que denominamos Constituyente, el
cual no es otra cosa que la formación consciente de la mayoría social en torno
a principios, propuestas, normas, derechos y deberes con vocación de
estructurarse como alternativa ética de Estado”.
En primer
lugar, se dice ser republicano porque se es visceralmente antimonárquico y, en
concreto anti rey Juan Carlos I. La gente parece ver la República como una
protesta contra la Monarquía como si ésta fuese la encarnación de los males
sociales y, aunque mucho tiene que ver, no lo es en el sentido que se le está
atribuyendo.
En segundo
lugar, hay motivaciones de los que se dicen republicanos que se enraízan única
y exclusivamente en la derrota de la II República. Así, se olvidan del
análisis, de los desaciertos de esa república, de las vicisitudes que albergó e
incluso se obvia que esa república tuvo un gobierno del Frente Popular, pero
antes tuvo un gobierno de derechas por dos años, el de la CEDA.
Y en tercer
lugar, es cierto que, en determinados
sectores de la sociedad muy ligados a la izquierda, la República tiene la
virtud de ser un denominador común y se muestra como seña de identidad de todos
ellos.
La República
no es sólo que un Presidente sea elegido, no; es que la sociedad redacte un
contrato social con ella misma. Apuntaré, como dato curioso histórico, que los republicanos en España en
1867 eran una élite intelectual con base mínima y focalizada en
reivindicaciones sociales urgentes y perentorias.
Apuntaré también otro dato
histórico curioso: Uno de los artículos que componían la Constitución de la II
República decía: “El presidente de la República no podrá firmar declaración
alguna de guerra sino es con las condiciones que le prescribe la Sociedad de
Naciones”.
Se trata de una supeditación clara de un Gobierno a un organismo
internacional reconocido por todos (lección que deben aprender los gobernantes
actuales). Este mismo artículo termina diciendo: “sólo una vez agotados
aquellos medios defensivos que no tengan carácter bélico y los procedimientos
de conciliación y arbitraje establecidos en los convenios internacionales de
los que España fuera parte” (acertado y prudente remate de este artículo).
Como hemos
comprobado el republicanismo ha sido el portador de la ética, la democracia y,
sobre todo, el defensor de una sociedad
de ciudadanos, es decir, de personas conscientes de sus derechos y de sus
deberes; porque la República es una propuesta alternativa de sociedad
estructurada en torno a cuatro ideas: Justicia Social, Democracia, Ética y
Cultura.
Aunque pueda parecer
mentira o paradójico la Transición ha conseguido un “éxito” notable. Ha
conseguido demoler lo que Franco no consiguió: la combatividad, la creatividad,
la solidaridad y la existencia de un proyecto alternativo de sociedad. Lo que
ocurre que ese triunfo de la Transición es la derrota del pueblo español.
La
cotidianeidad nos trae imágenes de revueltas,
quemas de retratos y expresiones colectivas de rechazo a la Monarquía.
Esto constituye un síntoma de que determinados tabúes y santos griales son
bajados de sus altares y se concitan contra ellos una amalgama de proyectos,
culturas, rechazos y mecanismos de evasión.
Pero, no nos
engañemos. Si el proyecto de la Transición que Juan Carlos ha coronado recibe
crecientes y paulatinos disensos, es como consecuencia de que está agotado, su
Constitución varada y víctima del veneno retardado de las contradicciones,
anacronismos, apaños, ambigüedades e incumplimientos que jalonan su existencia formal.
Hemos de asumir como un
hecho irremediable que la III República, la del siglo XXI, no vendrá por sí
misma sino que debe ser traída. Y es que la última línea de resistencia del
monarquismo vergonzante (que es el más
abundante) asienta su táctica en poner el acento en el cambio que la abdicación
supone y obviar que, lo esencial, la Monarquía, continúa. Los partidarios de la Monarquía en general y de la juancarlista en particular, nunca dicen que ella
es un bien en sí misma, sino el mejor de los sistemas para conseguir una serie
de objetivos.
Cuando al día
siguiente al 23 de Febrero el Rey recibe a los dirigentes políticos en La Zarzuela
y éstos se acogen bajo sus alas, en agradecimiento a su actitud al Golpe de
Estado, explicitan ese día que la Transición, lejos de constituir una ejemplar
manera de restaurar la Democracia en toda su extensión, fue únicamente una
segunda Restauración Borbónica en la que el bloque económico, social y político
dominante durante el franquismo consiguió bañarse en las aguas del Jordán
democrático. La Democracia o es radical o no lo es.
La III República debe conseguir que la Paz sea el conjunto de valores y normas; que la
Laicidad se apoya en dos pilares. La Ética, en sí misma libertad de conciencia,
y el status cívico que define la separación de las Iglesias con respecto al
Estado. Debe, así mismo, aprender que la Austeridad entendida siempre como
Justicia Social tiene que tener un control exhaustivo del dinero público y una
administración absolutamente transparente.
Finalizaré
escribiendo que la clave que marcó ambas repúblicas anteriores fue la de acceder
a ellas por azares coyunturales, de manera casi imprevista, sin haber podido
organizar una masa crítica capaz de apoyar las grandes reformas que se
necesitaban, conforme a una previsión preparada. Por eso, a la hora de plantear
una propuesta de una III República, no podemos olvidar volver los ojos al
pasado, tan presente, para aprender, seleccionar y corregir.
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