viernes, 13 de diciembre de 2019

"Sin duda, fue la mejor juventud", por Óscar de Caso. “Queríamos cambiar el mundo y el mundo nos ha cambiado a nosotros”.

          A través de los acontecimientos del último medio siglo, siempre seguidos obsesivamente mediante el uso de los distintos medios de comunicación, en su edad de oro, hemos sido partícipes y testigos de una generación que amaneció a la madurez con la alegría revolucionaria de Mayo del 68, y que se jubila en pleno vigor de una Revolución conservadora y de los populismos de extrema derecha que amenazan con llevarse por delante muchas de la conquistas civilizatorias de este tiempo. 

Aquella generación es la que ha mandado en la política, cultura, la economía y la sociedad, en ocasiones desde fuera del sistema (la revolución), las más, desde dentro (las reformas). 

Una generación que, con su acción política, sus aciertos y sus errores, sus arrebatos de indignación (a veces ingenuos, a veces violentos; casi siempre justos), sus resignaciones, sus derrotas y sus dimisiones trató de cambiar el mundo, aunque no lo haya conseguido con la profundidad y la velocidad que soñaron sus protagonistas, algunos de los cuales podrían decir: “Queríamos cambiar el mundo y el mundo nos ha cambiado a nosotros”. 

Una generación que ha vivido el progreso y que no ha conocido, como sus antecesores, la catástrofe de las guerras mundiales, sino que, en general, ha vivido un largo período de paz y prosperidad.

          En este período, los jóvenes, como categoría histórica, han disputado a la clase obrera el monopolio del protagonismo redentor de los cambios que aquélla tuvo durante los siglos XIX y buena parte del XX.

         Ahora, en plena hegemonía conservadora, se encuentran desconcertados, perplejos, inseguros. No sólo están atenazados por el miedo y la inseguridad, sino por la frustración de ver en peligro algunos de los derechos que creyeron adquiridos para siempre.

          La historia muestra como los movimientos de sístole y diástole han funcionado casi mecánicamente en el último medio siglo y el corazón social no ha infartado. Casi se podría decir que han alternado por décadas en sus factores progresistas y reaccionarios.

 Los neocons entendieron que el principio del Plan Marshall de ciudadanía, arrancado mediante permanente luchas y esfuerzos, era a modo de ingeniería social. Se han arrepentido de la herencia de las revoluciones americana y francesa, las dos grandes creadoras del concepto de ciudadanía y de la noción de Estado de Bienestar que fue pactada por los progresistas y conservadores clásicos a partir de 1945; han ido tan atrás que algunos también han añadido el liberalismo a la lista de arrepentimientos.
          A pesar de todo, de estas perversiones, futilidades y riesgos que llevan irremediablemente a la conclusión de que es mejor no hacer reformas y revoluciones y que la vida fluya naturalmente, el mundo de hoy, contemplado en su conjunto, es mucho mejor que el de finales de la década de los años sesenta del siglo pasado. 

Es mejor en términos de cantidad (más países) y calidad (más profunda) de la democracia y el bienestar ciudadano, aunque haya sido al precio de sobresaltos y bancarrotas, desilusiones, picos de sierra, marchas adelante y hacia atrás, gente que se ha quedado por el camino pese a los sistemas de protección, etcétera. 

Es necesario remachar que en ese precio no figuran las conflagraciones generalizadas y las matanzas de decenas de millones de ciudadanos como las que tuvieron lugar en las décadas que van desde 1914 a 1945 (ha habido algunas excepciones genocidas, sobre todo en el continente africano).

          Concluiré este escrito con un aserto del político conservador politólogo y senador italiano Gaetano Mosca (1858-1941), que sostiene que en todo organismo político hay siempre una o varias personas que están por encima de la jerarquía política y dirigen lo que se llama el timón del Estado.

 Este hombre trata de explicar que no son los electores los que eligen al diputado, sino, que en general, es el diputado el que se hace elegir por los electores. 

El sufragio no puede cambiar nada de la estructura de poder existente en la sociedad. Termina expresando que “el que tenga ojos para ver” se dará cuenta de que “la base legal o racional de todo sistema político, que admite la representación de las grandes masas populares determinada por las elecciones, es una gran mentira”.

          Viendo lo que estamos viendo y lo que hemos visto tiempo atrás, no creen, benditos lectores, que pueda ser factible la opinión del señor Mosca. No escribo nada más.

POSDATA.- Joaquín Estefanía y parte de sus escritos se han reflejado en este artículo junto a la pequeña aportación de un servidor. Siempre gratitud.

          Ocurrió en 1984 cuando el genial, visionario y coherente Joan Manuel Serrat escribió la canción “Plany al mar” (Llanto al mar). Una canción que mira con preocupación hacia el mar y que alerta sobre su desprotección y la contaminación creciente de las aguas. 

Posee un inspirado tono de denuncia que conecta con la espléndida y ya mítica “Pare” (Padre). Está contenida en el disco “Fa vint anys  que tinc vint anys” (Hace veinte años que tengo veinte años)
Cuna de vida,
caminos de sueños,
puente de culturas
(¡ay, quién lo diría...!)
ha sido el mar.

Miradlo hecho un basurero.
Miradlo ir y venir sin parar.

Parece mentira
que en su vientre
se hiciera la vida.
¡Ay, quién lo diría
sin rubor!

Miradlo hecho un basurero,
herido de muerte.

De la manera
que lo desvalijan
y lo envenenan,
¡ay, quién lo diría

que nos da el pan!

Miradlo hecho un basurero.
Miradlo ir y venir sin parar.

¿Dónde están los sabios
y los poderosos
que se nombran
(¡ay, quién lo diría!)
conservadores?

Miradlo hecho un basurero,

herido de muerte.

Cuánta abundancia,
cuánta belleza,
cuánta energía
(¡ay, quién lo diría!)
echada a perder.

Por ignorancia, por imprudencia,
por inconsciencia y por mala leche.

¡Yo que quería

que me enterrasen
entre la playa
(¡ay, quién lo diría!)
y el firmamento!

Y seremos nosotros
(¡ay, quién lo diría!)
los que te enterremos.


1 comentario:

  1. Vives permanentemente anclado a tu pasado y no te adaptas a los nuevos tiempos.
    Eres como un disco rallado.

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